Batalla de Otumba
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Después de que Hernán Cortés se viera obligado a evacuar la ciudad de Tenochtitlan durante la lluviosa Noche Triste (30 de junio de 1520), en la que los aztecas mataron casi la mitad de las fuerzas españolas en la ciudad, el nuevo emperador mexica Cuitláhuac decidió perseguir a los españoles con el fin de destruirlos antes de que pudieran refugiarse dentro de las tierras de sus aliados tlaxcaltecas. Un impresionante ejército de casi 40.000 guerreros mexicas (en su mayoría tenochcas, pero también tepanecas, xochimilcos y miembros de otras tribus sometidas o aliadas) les alcanzó en los llanos de Otompan (Otumba), donde les cortó el paso. Sabedores de que los aztecas siempre sacrificaban a sus prisioneros, los alrededor de 500 españoles y sus miles de aliados tlaxcaltecas se decidieron a luchar o morir, a pesar de no disponer de artillería y haber perdido buena parte de sus caballos y arcabuces tras la derrota sufrida durante la huida de la capital azteca.
Los aztecas rodearon enseguida a los españoles, que resistieron durante horas intercambiando flechas por disparos de ballesta, los mosquetes y la escasa artillería se habían perdido en las zanjas de Tenochtitlan . Hernán Cortés, aconsejado por la Malinche, decidió entonces jugar su última carga atacando al tepuchtlato (portaestandarte/caudillo) Cihuacóatl Matlatzincátzin, el más alto y adornado de los guerreros aztecas y por tanto indicio claro de que era el jefe supremo de su ejército. Por primera vez en la historia de la Conquista de México, los españoles realizaron una modesta carga de caballería formada por 13 jinetes que se abalanzaron sobre Cihuacóatl al grito de "¡SANTIAGO!".
El tepuchtlato jefe fue pillado desprevenido (pues hasta ese momento sólo había visto a los caballos siendo usados como medio de transporte y carga, no como arma de guerra). Cortés lo derribó de las andas y fue rematado de un espadazo por el soldado Juan de Salamanca, quien también se hizo con su insignia, agitándola en señal de victoria. Al ver esto, el temor se apoderó del ejército azteca, que rompió filas y huyó en desbandada, siendo perseguido por la caballería española. Fue un suceso donde intervino la fortuna, como en muchos casos de diferentes partes del mundo a lo largo de la historia.
.."Llevaban a la guerra los más ricos vestidos y joyas que tenían. El capitán general, vestido ricamente, con una devisa de plumas sobre la cabeza, estaba en mitad del exército, sentado en unas andas, sobre los hombros de caballeros principales; la guarnición que alrededor tenía era de los más fuertes y más señalados; tenían tanta cuenta con la bandera y estandarte, que, mientras la veían levantada, peleaban, y si estaba caída, como hombres vencidos, cada uno iba por su parte. Esto experimentó el muy valeroso y esforzado capitán don Fernando Cortés en aquella gran batalla de Otumba"..
"Crónica de la Nueva España", Francisco Cervantes de Salazar [1]
Sin lugar a dudas este acontecimiento fue una pieza clave en la historia de México y del continente americano. Por ello a Otumba se le llega a denominar "La Heróica Otumba".
Tras esta victoria que inicialmente parecía imposible, los españoles pudieron retirarse a la ciudad aliada de Tlaxcala sin ser perseguidos más. Días después el emperador Cuitláhuac envió emisarios a los tlaxcaltecas proponiéndoles la paz a cambio de la entrega de Cortés y sus hombres, pero éstos rechazaron su idea y en su lugar acordaron una nueva alianza con los españoles para reconquistar Tenochtitlan.
Existen versiones del lugar especifico de la batalla, y la cantidad de guerreros que participaron en los dos bandos, se comenta que texcoco fiel aliado de Cortes, envio miles de ellos para auxiliarlo, mismos que fueron confundidos y atacados por él, sus cansadas tropas, y aliados tlaxcaltecas, y que para no tener problemas al llegar a tlaxcala y explicar porque sus guerreros habian sido casi exterminados inventaron la cantidad de aztecas que participaron y omitieron el apoyo recibido de texcoco.
El presente lugar fue tomado de un estudio extranjero, de repente la información dada por los medios oficiales es poco precisa y en muchos casos parcial hacia uno u otro bando, entre tanto seguire buscando mas registros e imagenes.
Saludos
Adrián Rojas
tomahawk7848@hotmail.com
Aqui dejo otra cronica, aunque con cieros razgos de parcialidad.
Batalla de Otumba
Los hombres de Cortés se retiraban hacia Tlaxcala. Fue una marcha lenta y agotadora, constantemente atacados por partidas de indios, agresivas pero descoordinadas. De los cuatrocientos que eran al salir, sólo quedaron trescientos cuarenta. El resto murió por sus heridas. En muchas poblaciones por las que pasaron, los vecinos habían huido a las montañas, dejando algunos víveres olvidados en sus almacenes, que sirvieron de precario sustento para los hombres de Cortés. Cuando en uno de los encontronazos los aztecas les mataron un caballo, aprovecharon para asarlo y comérselo.
Mientras los castellanos pasaban esas penalidades, las gentes de Tenochtitlán festejaban su victoria en la "batalla de los puentes". Los cuerpos de los enemigos muertos se colocaron en hilera como señal de triunfo, y muchos castellanos y tlaxcaltecas fueron llevados a la piedra de sacrificio en sus complicados rituales. Sus cráneos pelados adornaron el tzompantli del templo, mientras sus muslos eran devorados por los guerreros.
La gran victoria azteca en la Noche Triste llenó de optimismo a sus guerreros. Era posible vencer a los extranjeros, e iban a pagar caro su atrevimiento. Guerrero águila, sacerdote y guerrero jaguar. Ilustración de Angus McBride
En las calzadas y las aguas de sus alrededores encontraron cientos de armas españolas. Algunas, como las espadas, se volvían a utilizar, bien en manos de oficiales destacados o engastadas en astas de madera. Por el contrario, arrojaron los cañones a lo más hondo del lago. Las calles se limpiaron y se recogieron los escombros, para que todo tornara a ser como antes de la llegada de los teules, que nunca volverían a amenazar la capital.
Los castellanos llevaban dos semanas de marcha, bordeando el lago por su orilla norte. Numerosos contingentes indígenas permanecían en sus cercanías, acosándoles con dardos y ofreciendo algún que otro encontronazo con la caballería. Nada decisivo, hasta el siete de julio, en que los extranjeros llegaron al valle de Otumba.
Era previsible que pasaron por aquel lugar en su retorno a Tlaxcala. Allí se concentraron las fuerzas de la Tripe Alianza para darles el golpe definitivo. Los aztecas ya no estaba dominados por la furia, ni luchaban improvisadamente por salvar su preciada capital. La fecha era propicia y se habían hecho los rituales adecuados. La victoria era segura. Lo importante era capturar vivos al máximo número posible de extranjeros y ofrecer sus palpitantes corazones al ansia implacable de Huitzilopochtli. Muchos combatientes tenochcas habrían cruzado el lago en canoa para unirse al enorme contingente que aguardaba en el valle. Los caballeros de las cofradías del águila y del jaguar se agruparían para buscar los sitios más honorables de la batalla. Los campesinos y la demás gente humilde de los calpulli se darían animo con cánticos. Agitarían sus macanas y sus escudos de madera, que sus madres o esposas habrían adornado con plumas de colores. Como en los mejores tiempos, nobles y oficiales lucirían sobre las espaldas sus grandes enseñas y banderolas, señal de su rango y de su valor demostrado capturando prisioneros. Algunos de ellos llevarían espadas españolas, sacadas de los canales. Al mando de aquella multitud estaba el brazo derecho del emperador, sumo sacerdote y primer ministro a la vez: el ciuacoatl.
El ciuacoatl iba adornado con una impresionante armadura de algodón que representaba a la divinidad de la "Mujer Serpiente". Su estandarte era considerado el de todo el ejército. Cortés explotó la lógica bélica mesoamericana aprendida en sus campañas. "Si pierden su comandante, pierden su corazón". Le acompañan un guerrero águila (izquierda) y un capitán de las fuerzas aliadas, blandiendo un pesado "cuauhololli" de dos manos. primera Ilustración
Todos los ojos estarían pendientes del ciuacoatl y su estandarte. Para la mayoría de los combatientes de la Triple Alianza, gentes del pueblo llano, no era un hombre el que los guiaba, era una divinidad, salida de los oscuros subterráneos del templo. Cien veces habían visto a Tlaloc, a Huitzilopochtli, a Tezcatlipoca, sobre las altas plataformas de sus pirámides, asistiendo a los complejos rituales. El que se tratase de sacerdotes vestidos con los atavíos sagrados era algo secundario, que no restaba ningún valor al hecho. En aquella batalla, los dioses estaban con ellos, con su pueblo.
Muchos hombres serían de las poblaciones ribereñas del lago, de Tacuba, de Texcoco, que apenas habrían visto a los teules. Mientras esperaban hablarían con los tenochcas, que los conocían bien. Los totonacas mentían, los teules no era dioses. Bien lo habría demostrado la mucha sangre que habían vertido para sus dioses, roja y caliente, como la de los hombres. No eran más que una partida de bandoleros, unos invasores tan despreciables como los salvajes chichimecas del norte. Su orgullo y su bravura se habían quedado en los de Tenochtitlán, de donde habían huido como ladrones. Iban derrotados, muchos menos de los que llegaron desde la costa. Sólo eran unos pocos, acompañados por un centenar de ruines tlaxcaltecas. El doble de esa cantidad se había quedado en la capital, y sus cráneos se blanqueaban en el tzompantli. También se habían muerto la mayoría de sus bestias de batalla, que bestias eran, y no dioses ni espíritus. Todas juntas no llegaban a veinte. Los alargados tubos de cuyas barrigas salía fuego estaban ahora silenciosos en el fondo del lago.
Alguno se preguntaría si no les acompañaría aún la temible "Mujer Blanca", la que colocaron sobre lo alto del templo mayor, la que luchaba por ellos en las batallas. En algunos corrillos se decía que la habían visto, marchando con las armas en la mano entre sus filas de soldados.
Los exploradores llegaron agitados y los oficiales de altos estandartes se irguieron para mirar a lo lejos. Al ruido de tambores y caracolas, la enorme masa de los indios, la ingente multitud de guerreros, se puso en pie y se agitó. Ante las vanguardias, sobre la colina, se recortó la figura de un jinete. Luego otro. Se pararon en seco al contemplar lo que les esperaba, cerrando el valle de parte a parte. Algunos se santiguaron. Luego volvieron grupas y retornaron con el resto de sus compañeros.
La mayor batalla librada en suelo americano
Otumba es, con toda probalidad, la mayor batalla librada en el continente americano. Ni la batalla de las llanuras de Abraham entre ingleses y franceses en el siglo XVIII, ni la batalla de Saratoga en la Guerra de Indepedencia de los Estados Unidos, ni las batallas de Chacabuco y Maypú en la emancipación de las colonias latinoamericanas vieron jamás tan titánico y desigual choque.
Pero, extrañamente, es una batalla olvidada. Los hagiógrafos de Cortés maximizan su significado y los historiadores "neoindigenistas" la barnizan de anecdótica, la minimizan o la omiten en sus obras. ¿Por qué esta batalla despierta tantas filias y fobias? Realmente, los aztecas tuvieron muchas oportunidades para acabar con los hombres de Cortés: el asedio al palacio de Axayácatl y la Noche Triste, entre otras. Pero fue en Otumba donde toda la expedición pudo fracasar. 340 españoles cansados, desnutridos, malheridos, sin cañones y sin armas de alcance (las cuerdas de las ballestas y la pólvora mojada les impedían usarlas) se enfrentaban al ejército de la Triple Alianza, Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopán. Probablemente unos 75.000 combatientes.
La batalla
Allí habrían de morir, seguro. No había huida posible, ni más camino que aquel. Cortés y los demás capitanes eran conscientes de lo desesperado de la situación. Pero eran hidalgos de Castilla, y no estaban hechos a dejarse amedrentar, y menos delante de sus hombres. Si iban a morir, lo harían con la espada en la mano. En silencio se agruparon los soldados. Al clamor que venía de los indios sólo contestaba el monótono redoblar del tambor. Buen temple tenía que tener el joven Rodrigo de Sandoval, que volviéndose hacia sus hombres, les dijo: "Ea, señores, que hoy es el día en que hemos de vencer, tened esperanza, que saldremos de aquí vivos, para algún buen fin nos guarda Dios".
La infantería se agrupó lo mejor que pudo, formando un pequeño cuadro. Todo el que podía empuñar un arma ocupó su lugar, incluidas las mujeres, como la andaluza María Estrada, que desde la batalla de los puentes iba con lanza y adarga. No es extraño que los exploradores aztecas la confundieran con la mítica "Mujer Blanca". Abrumados por el número de sus enemigos, fue la caballería la que tomó la iniciativa, a la manera medieval.
Antes de que los indios los cercaran por completo, los de a caballo arrancaron contra lo más denso de los escuadrones aztecas. Los cascos de sus monturas resonaron sobre la tierra, levantando piedras y nubes de polvo a su paso. La inercia de la carrera los llevaba muy adentro de la formación, con las lanzas hiriendo a sus enemigos en el rostro. Como habían aprendido en sus otros combates contra los indígenas, no se paraban ni un momento. Los dardos rebotaban contra sus rodelas de metal y las cuchillas de obsidiana se mellaban al chocar contra los quijotes de acero que guardaban sus piernas. Cuando parecía que los indios iban a conseguir por fin rodearles y dar con ellos en tierra, hacían un giro y desaparecían, dejando tan sólo un reguero de polvo y sangre. No se iban muy lejos, lo justo para reagruparse y buscar con la vista el lugar donde su siguiente ataque podría hacer más daño.
Los de la infantería lo llevaban peor, aguantando a pie firme las cargas y arremetidas de los indios. Por mucho que les empujaran los guerreros aztecas, los españoles permacían apretados unos con otros, sin romper la formación de la que dependían sus vidas. Antes de cada carga, los infantes lanzaban el grito de guerra castellano: ¡Santiago!, ¡Cierra España! Los mexicas intetaban golpearles con el filo de sus espadas de madera o con sus pesadas macanas, levantándolas sobre su cabeza. A veces lo conseguían, poniendo a prueba la solidez de rodelas y borgoñotas, pero las más de las ocasiones no les daba tiempo, pues, antes, las hojas de acero les atravesaban la armadura de algodón y las tripas con ella. Pero por un indio que caía, dos saltaban sobre el compañero muerto para ocupar su lugar, bravos, valientes, encarando la muerte con el coraje de un pueblo de guerreros, para lanzarse sobre los invasores barbudos que se ocultaban tras su muro de hierro. A veces los teules flaqueaban y retrocedían, como un dique a punto de romperse. Pero entonces aparecían los jinetes, rompiendo por el flanco y desbaratando los escuadrones aztecas, lo justo para que los de a pie tomaran fuerzas y arremetieran de nuevo contra los indios. A su lado luchaban los guerreros de Tlaxcala, infatigables, disfrutando de la batalla.
Esto se repitió muchas veces. Al mediodía los soldados españoles estaban agotados y llenos de heridas, con el sudor de y la sangre corriendo a chorros por el interior de sus armaduras. Centenares de indios yacían muertos a sus pies, pero no se veía merma alguna en el número de guerreros que tenían enfrente. Escuadrones y más escuadrones bajaban por las colinas, gritando y blandiendo sus armas. Los castellanos no podrían aguantar mucho más. Si aquello seguía así, antes de caer la tarde estarían todos muertos.
Los jinetes se reagruparon tras una de sus cargas. Aprovechaban el momento para alzar la visera del almete y respirar a pleno pulmón, llenándose los ojos con la inmensidad del ejército enemigo. Sobre una pequeña colina, tras varias filas de emplumados guerreros, se veía un grupo de altos oficiales. Sus estandartes eran más aparatosos que el resto, en especial el de uno, de pie sobre unas lujosas parihuelas. Cortés lo señaló. Cinco jinetes iban con él cuando rompieron al galope: Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca.
Poner la mano sobre un comandante azteca no era fácil. Para ello había que atravesar todo el ejército, hasta llegar a la retaguardia. Aquellos seis hombres lo lograron, no sólo por la superioridad que les daban sus caballos, sino también por lo muy desbaratadas que tenian que estar las fuerzas aztecas tras largas horas de lucha. Juan de Salamanca, natural de Fontiveros, se fue contra el que parecía más importante y lo mató con su lanza. Era el mismísimo ciuacoatl, cuyo estandarte pasó de mano en mano entre los jinetes españoles, que lo alzaban sobre sus cabezas mientras pasaban al galope entre las filas de indios.
Algo se quebró en el ejército azteca. Su jefe había muerto y su bandera estaba en manos del enemigo. Esa era la señal de la derrota en las guerras mesoamericanas, y así lo entendieron aquellos hombres. Pero puede que hubiera algo más. Habían visto como aquellos espantosos centauros tiraban por tierra al sumo sacerdote, al representante de la terrible "Mujer Serpiente", si no su encarnación viva. Durante siglos, los poderosos habían gobernado atenazando a las gentes con el temor a los dioses. Dioses que venían caer bajo el ataque de los teules extranjeros, que los despreciaban, que se reían de ellos, sin que ningún castigo llegara de los cielos para destruirles. Allí estaba aquel horrible jinete barbudo, gritando cosas incomprensibles con el estandarte de su diosa en la mano, desafiante, invencible. La superstición y el miedo deberion recorrer las filas de los mexicas, Unos se retiraron, otros corrieron. Lo que quedaba de sus formaciones se disgregó. Ante un enemigo como la gente de Cortés, no podían haber hecho nada peor.
La batalla aún no había terminado. No era costumbre de Castilla dejar que un ejército enemigo se retirase sin pagar un alto precio. Los que un momento antes estaban a punto de derrumbarse, recobraron sus bríos al ver flaquear al enemigo. Ya no les dolían las heridas ni les atosigaba la sed. Ahora les tocaba a ellos. Los tambores tocaron el siniestro toque "a degüello", que durante cien años temieron los enemigos de la monarquía hispana. Avanzaron por el valle, gritando, dando estocadas y tajos, empujando con las rodelas, aplastando. Ya no había quien los parase, mientras se cobraban con su odio los padecimientos que habían sufrido, en el asedio, en la "Noche Triste", vengando a sus muchos compañeros muertos. La tarde cayó al fin, y los castellanos, con sus aliados tlaxcaltecas, estaban solos en el campo de Otumba, mientras las aves carroñeras volaban sobre sus cabezas.
La muerte del comandante azteca propició uno de los triunfos bélicos más apretados e impresionantes de la historia militar mundial. Otumba fue un punto de inflexión para los castellanos. Comenzaba la caida del imperio azteca.
Los aztecas rodearon enseguida a los españoles, que resistieron durante horas intercambiando flechas por disparos de ballesta, los mosquetes y la escasa artillería se habían perdido en las zanjas de Tenochtitlan . Hernán Cortés, aconsejado por la Malinche, decidió entonces jugar su última carga atacando al tepuchtlato (portaestandarte/caudillo) Cihuacóatl Matlatzincátzin, el más alto y adornado de los guerreros aztecas y por tanto indicio claro de que era el jefe supremo de su ejército. Por primera vez en la historia de la Conquista de México, los españoles realizaron una modesta carga de caballería formada por 13 jinetes que se abalanzaron sobre Cihuacóatl al grito de "¡SANTIAGO!".
El tepuchtlato jefe fue pillado desprevenido (pues hasta ese momento sólo había visto a los caballos siendo usados como medio de transporte y carga, no como arma de guerra). Cortés lo derribó de las andas y fue rematado de un espadazo por el soldado Juan de Salamanca, quien también se hizo con su insignia, agitándola en señal de victoria. Al ver esto, el temor se apoderó del ejército azteca, que rompió filas y huyó en desbandada, siendo perseguido por la caballería española. Fue un suceso donde intervino la fortuna, como en muchos casos de diferentes partes del mundo a lo largo de la historia.
.."Llevaban a la guerra los más ricos vestidos y joyas que tenían. El capitán general, vestido ricamente, con una devisa de plumas sobre la cabeza, estaba en mitad del exército, sentado en unas andas, sobre los hombros de caballeros principales; la guarnición que alrededor tenía era de los más fuertes y más señalados; tenían tanta cuenta con la bandera y estandarte, que, mientras la veían levantada, peleaban, y si estaba caída, como hombres vencidos, cada uno iba por su parte. Esto experimentó el muy valeroso y esforzado capitán don Fernando Cortés en aquella gran batalla de Otumba"..
"Crónica de la Nueva España", Francisco Cervantes de Salazar [1]
Sin lugar a dudas este acontecimiento fue una pieza clave en la historia de México y del continente americano. Por ello a Otumba se le llega a denominar "La Heróica Otumba".
Tras esta victoria que inicialmente parecía imposible, los españoles pudieron retirarse a la ciudad aliada de Tlaxcala sin ser perseguidos más. Días después el emperador Cuitláhuac envió emisarios a los tlaxcaltecas proponiéndoles la paz a cambio de la entrega de Cortés y sus hombres, pero éstos rechazaron su idea y en su lugar acordaron una nueva alianza con los españoles para reconquistar Tenochtitlan.
Existen versiones del lugar especifico de la batalla, y la cantidad de guerreros que participaron en los dos bandos, se comenta que texcoco fiel aliado de Cortes, envio miles de ellos para auxiliarlo, mismos que fueron confundidos y atacados por él, sus cansadas tropas, y aliados tlaxcaltecas, y que para no tener problemas al llegar a tlaxcala y explicar porque sus guerreros habian sido casi exterminados inventaron la cantidad de aztecas que participaron y omitieron el apoyo recibido de texcoco.
El presente lugar fue tomado de un estudio extranjero, de repente la información dada por los medios oficiales es poco precisa y en muchos casos parcial hacia uno u otro bando, entre tanto seguire buscando mas registros e imagenes.
Saludos
Adrián Rojas
tomahawk7848@hotmail.com
Aqui dejo otra cronica, aunque con cieros razgos de parcialidad.
Batalla de Otumba
Los hombres de Cortés se retiraban hacia Tlaxcala. Fue una marcha lenta y agotadora, constantemente atacados por partidas de indios, agresivas pero descoordinadas. De los cuatrocientos que eran al salir, sólo quedaron trescientos cuarenta. El resto murió por sus heridas. En muchas poblaciones por las que pasaron, los vecinos habían huido a las montañas, dejando algunos víveres olvidados en sus almacenes, que sirvieron de precario sustento para los hombres de Cortés. Cuando en uno de los encontronazos los aztecas les mataron un caballo, aprovecharon para asarlo y comérselo.
Mientras los castellanos pasaban esas penalidades, las gentes de Tenochtitlán festejaban su victoria en la "batalla de los puentes". Los cuerpos de los enemigos muertos se colocaron en hilera como señal de triunfo, y muchos castellanos y tlaxcaltecas fueron llevados a la piedra de sacrificio en sus complicados rituales. Sus cráneos pelados adornaron el tzompantli del templo, mientras sus muslos eran devorados por los guerreros.
La gran victoria azteca en la Noche Triste llenó de optimismo a sus guerreros. Era posible vencer a los extranjeros, e iban a pagar caro su atrevimiento. Guerrero águila, sacerdote y guerrero jaguar. Ilustración de Angus McBride
En las calzadas y las aguas de sus alrededores encontraron cientos de armas españolas. Algunas, como las espadas, se volvían a utilizar, bien en manos de oficiales destacados o engastadas en astas de madera. Por el contrario, arrojaron los cañones a lo más hondo del lago. Las calles se limpiaron y se recogieron los escombros, para que todo tornara a ser como antes de la llegada de los teules, que nunca volverían a amenazar la capital.
Los castellanos llevaban dos semanas de marcha, bordeando el lago por su orilla norte. Numerosos contingentes indígenas permanecían en sus cercanías, acosándoles con dardos y ofreciendo algún que otro encontronazo con la caballería. Nada decisivo, hasta el siete de julio, en que los extranjeros llegaron al valle de Otumba.
Era previsible que pasaron por aquel lugar en su retorno a Tlaxcala. Allí se concentraron las fuerzas de la Tripe Alianza para darles el golpe definitivo. Los aztecas ya no estaba dominados por la furia, ni luchaban improvisadamente por salvar su preciada capital. La fecha era propicia y se habían hecho los rituales adecuados. La victoria era segura. Lo importante era capturar vivos al máximo número posible de extranjeros y ofrecer sus palpitantes corazones al ansia implacable de Huitzilopochtli. Muchos combatientes tenochcas habrían cruzado el lago en canoa para unirse al enorme contingente que aguardaba en el valle. Los caballeros de las cofradías del águila y del jaguar se agruparían para buscar los sitios más honorables de la batalla. Los campesinos y la demás gente humilde de los calpulli se darían animo con cánticos. Agitarían sus macanas y sus escudos de madera, que sus madres o esposas habrían adornado con plumas de colores. Como en los mejores tiempos, nobles y oficiales lucirían sobre las espaldas sus grandes enseñas y banderolas, señal de su rango y de su valor demostrado capturando prisioneros. Algunos de ellos llevarían espadas españolas, sacadas de los canales. Al mando de aquella multitud estaba el brazo derecho del emperador, sumo sacerdote y primer ministro a la vez: el ciuacoatl.
El ciuacoatl iba adornado con una impresionante armadura de algodón que representaba a la divinidad de la "Mujer Serpiente". Su estandarte era considerado el de todo el ejército. Cortés explotó la lógica bélica mesoamericana aprendida en sus campañas. "Si pierden su comandante, pierden su corazón". Le acompañan un guerrero águila (izquierda) y un capitán de las fuerzas aliadas, blandiendo un pesado "cuauhololli" de dos manos. primera Ilustración
Todos los ojos estarían pendientes del ciuacoatl y su estandarte. Para la mayoría de los combatientes de la Triple Alianza, gentes del pueblo llano, no era un hombre el que los guiaba, era una divinidad, salida de los oscuros subterráneos del templo. Cien veces habían visto a Tlaloc, a Huitzilopochtli, a Tezcatlipoca, sobre las altas plataformas de sus pirámides, asistiendo a los complejos rituales. El que se tratase de sacerdotes vestidos con los atavíos sagrados era algo secundario, que no restaba ningún valor al hecho. En aquella batalla, los dioses estaban con ellos, con su pueblo.
Muchos hombres serían de las poblaciones ribereñas del lago, de Tacuba, de Texcoco, que apenas habrían visto a los teules. Mientras esperaban hablarían con los tenochcas, que los conocían bien. Los totonacas mentían, los teules no era dioses. Bien lo habría demostrado la mucha sangre que habían vertido para sus dioses, roja y caliente, como la de los hombres. No eran más que una partida de bandoleros, unos invasores tan despreciables como los salvajes chichimecas del norte. Su orgullo y su bravura se habían quedado en los de Tenochtitlán, de donde habían huido como ladrones. Iban derrotados, muchos menos de los que llegaron desde la costa. Sólo eran unos pocos, acompañados por un centenar de ruines tlaxcaltecas. El doble de esa cantidad se había quedado en la capital, y sus cráneos se blanqueaban en el tzompantli. También se habían muerto la mayoría de sus bestias de batalla, que bestias eran, y no dioses ni espíritus. Todas juntas no llegaban a veinte. Los alargados tubos de cuyas barrigas salía fuego estaban ahora silenciosos en el fondo del lago.
Alguno se preguntaría si no les acompañaría aún la temible "Mujer Blanca", la que colocaron sobre lo alto del templo mayor, la que luchaba por ellos en las batallas. En algunos corrillos se decía que la habían visto, marchando con las armas en la mano entre sus filas de soldados.
Los exploradores llegaron agitados y los oficiales de altos estandartes se irguieron para mirar a lo lejos. Al ruido de tambores y caracolas, la enorme masa de los indios, la ingente multitud de guerreros, se puso en pie y se agitó. Ante las vanguardias, sobre la colina, se recortó la figura de un jinete. Luego otro. Se pararon en seco al contemplar lo que les esperaba, cerrando el valle de parte a parte. Algunos se santiguaron. Luego volvieron grupas y retornaron con el resto de sus compañeros.
La mayor batalla librada en suelo americano
Otumba es, con toda probalidad, la mayor batalla librada en el continente americano. Ni la batalla de las llanuras de Abraham entre ingleses y franceses en el siglo XVIII, ni la batalla de Saratoga en la Guerra de Indepedencia de los Estados Unidos, ni las batallas de Chacabuco y Maypú en la emancipación de las colonias latinoamericanas vieron jamás tan titánico y desigual choque.
Pero, extrañamente, es una batalla olvidada. Los hagiógrafos de Cortés maximizan su significado y los historiadores "neoindigenistas" la barnizan de anecdótica, la minimizan o la omiten en sus obras. ¿Por qué esta batalla despierta tantas filias y fobias? Realmente, los aztecas tuvieron muchas oportunidades para acabar con los hombres de Cortés: el asedio al palacio de Axayácatl y la Noche Triste, entre otras. Pero fue en Otumba donde toda la expedición pudo fracasar. 340 españoles cansados, desnutridos, malheridos, sin cañones y sin armas de alcance (las cuerdas de las ballestas y la pólvora mojada les impedían usarlas) se enfrentaban al ejército de la Triple Alianza, Tenochtitlán, Texcoco y Tlacopán. Probablemente unos 75.000 combatientes.
La batalla
Allí habrían de morir, seguro. No había huida posible, ni más camino que aquel. Cortés y los demás capitanes eran conscientes de lo desesperado de la situación. Pero eran hidalgos de Castilla, y no estaban hechos a dejarse amedrentar, y menos delante de sus hombres. Si iban a morir, lo harían con la espada en la mano. En silencio se agruparon los soldados. Al clamor que venía de los indios sólo contestaba el monótono redoblar del tambor. Buen temple tenía que tener el joven Rodrigo de Sandoval, que volviéndose hacia sus hombres, les dijo: "Ea, señores, que hoy es el día en que hemos de vencer, tened esperanza, que saldremos de aquí vivos, para algún buen fin nos guarda Dios".
La infantería se agrupó lo mejor que pudo, formando un pequeño cuadro. Todo el que podía empuñar un arma ocupó su lugar, incluidas las mujeres, como la andaluza María Estrada, que desde la batalla de los puentes iba con lanza y adarga. No es extraño que los exploradores aztecas la confundieran con la mítica "Mujer Blanca". Abrumados por el número de sus enemigos, fue la caballería la que tomó la iniciativa, a la manera medieval.
Antes de que los indios los cercaran por completo, los de a caballo arrancaron contra lo más denso de los escuadrones aztecas. Los cascos de sus monturas resonaron sobre la tierra, levantando piedras y nubes de polvo a su paso. La inercia de la carrera los llevaba muy adentro de la formación, con las lanzas hiriendo a sus enemigos en el rostro. Como habían aprendido en sus otros combates contra los indígenas, no se paraban ni un momento. Los dardos rebotaban contra sus rodelas de metal y las cuchillas de obsidiana se mellaban al chocar contra los quijotes de acero que guardaban sus piernas. Cuando parecía que los indios iban a conseguir por fin rodearles y dar con ellos en tierra, hacían un giro y desaparecían, dejando tan sólo un reguero de polvo y sangre. No se iban muy lejos, lo justo para reagruparse y buscar con la vista el lugar donde su siguiente ataque podría hacer más daño.
Los de la infantería lo llevaban peor, aguantando a pie firme las cargas y arremetidas de los indios. Por mucho que les empujaran los guerreros aztecas, los españoles permacían apretados unos con otros, sin romper la formación de la que dependían sus vidas. Antes de cada carga, los infantes lanzaban el grito de guerra castellano: ¡Santiago!, ¡Cierra España! Los mexicas intetaban golpearles con el filo de sus espadas de madera o con sus pesadas macanas, levantándolas sobre su cabeza. A veces lo conseguían, poniendo a prueba la solidez de rodelas y borgoñotas, pero las más de las ocasiones no les daba tiempo, pues, antes, las hojas de acero les atravesaban la armadura de algodón y las tripas con ella. Pero por un indio que caía, dos saltaban sobre el compañero muerto para ocupar su lugar, bravos, valientes, encarando la muerte con el coraje de un pueblo de guerreros, para lanzarse sobre los invasores barbudos que se ocultaban tras su muro de hierro. A veces los teules flaqueaban y retrocedían, como un dique a punto de romperse. Pero entonces aparecían los jinetes, rompiendo por el flanco y desbaratando los escuadrones aztecas, lo justo para que los de a pie tomaran fuerzas y arremetieran de nuevo contra los indios. A su lado luchaban los guerreros de Tlaxcala, infatigables, disfrutando de la batalla.
Esto se repitió muchas veces. Al mediodía los soldados españoles estaban agotados y llenos de heridas, con el sudor de y la sangre corriendo a chorros por el interior de sus armaduras. Centenares de indios yacían muertos a sus pies, pero no se veía merma alguna en el número de guerreros que tenían enfrente. Escuadrones y más escuadrones bajaban por las colinas, gritando y blandiendo sus armas. Los castellanos no podrían aguantar mucho más. Si aquello seguía así, antes de caer la tarde estarían todos muertos.
Los jinetes se reagruparon tras una de sus cargas. Aprovechaban el momento para alzar la visera del almete y respirar a pleno pulmón, llenándose los ojos con la inmensidad del ejército enemigo. Sobre una pequeña colina, tras varias filas de emplumados guerreros, se veía un grupo de altos oficiales. Sus estandartes eran más aparatosos que el resto, en especial el de uno, de pie sobre unas lujosas parihuelas. Cortés lo señaló. Cinco jinetes iban con él cuando rompieron al galope: Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca.
Poner la mano sobre un comandante azteca no era fácil. Para ello había que atravesar todo el ejército, hasta llegar a la retaguardia. Aquellos seis hombres lo lograron, no sólo por la superioridad que les daban sus caballos, sino también por lo muy desbaratadas que tenian que estar las fuerzas aztecas tras largas horas de lucha. Juan de Salamanca, natural de Fontiveros, se fue contra el que parecía más importante y lo mató con su lanza. Era el mismísimo ciuacoatl, cuyo estandarte pasó de mano en mano entre los jinetes españoles, que lo alzaban sobre sus cabezas mientras pasaban al galope entre las filas de indios.
Algo se quebró en el ejército azteca. Su jefe había muerto y su bandera estaba en manos del enemigo. Esa era la señal de la derrota en las guerras mesoamericanas, y así lo entendieron aquellos hombres. Pero puede que hubiera algo más. Habían visto como aquellos espantosos centauros tiraban por tierra al sumo sacerdote, al representante de la terrible "Mujer Serpiente", si no su encarnación viva. Durante siglos, los poderosos habían gobernado atenazando a las gentes con el temor a los dioses. Dioses que venían caer bajo el ataque de los teules extranjeros, que los despreciaban, que se reían de ellos, sin que ningún castigo llegara de los cielos para destruirles. Allí estaba aquel horrible jinete barbudo, gritando cosas incomprensibles con el estandarte de su diosa en la mano, desafiante, invencible. La superstición y el miedo deberion recorrer las filas de los mexicas, Unos se retiraron, otros corrieron. Lo que quedaba de sus formaciones se disgregó. Ante un enemigo como la gente de Cortés, no podían haber hecho nada peor.
La batalla aún no había terminado. No era costumbre de Castilla dejar que un ejército enemigo se retirase sin pagar un alto precio. Los que un momento antes estaban a punto de derrumbarse, recobraron sus bríos al ver flaquear al enemigo. Ya no les dolían las heridas ni les atosigaba la sed. Ahora les tocaba a ellos. Los tambores tocaron el siniestro toque "a degüello", que durante cien años temieron los enemigos de la monarquía hispana. Avanzaron por el valle, gritando, dando estocadas y tajos, empujando con las rodelas, aplastando. Ya no había quien los parase, mientras se cobraban con su odio los padecimientos que habían sufrido, en el asedio, en la "Noche Triste", vengando a sus muchos compañeros muertos. La tarde cayó al fin, y los castellanos, con sus aliados tlaxcaltecas, estaban solos en el campo de Otumba, mientras las aves carroñeras volaban sobre sus cabezas.
La muerte del comandante azteca propició uno de los triunfos bélicos más apretados e impresionantes de la historia militar mundial. Otumba fue un punto de inflexión para los castellanos. Comenzaba la caida del imperio azteca.
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